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Cuentos para niños que ya crecieron

Tumbada al borde de la cama, no se dio cuenta del mal tiempo que había llegado hasta que un par de gotas atrevidas decidieron mojarle la espalda. Con la llama de una pequeñísima vela sobre el velador cerró la ventana, agarró la manta más gruesa y volvió a adentrarse en los sueños que había dejado en stand by.

 

Soñaba tanto que a veces confundía los sueños con la realidad, soñaba tanto que a veces sentía que necesitaría algunas vidas más, soñaba tanto que a veces simplemente no quería despertar. Se agarró de su almohada y se perdió en las dos plazas que tenía su cama, dos plazas que parecían dos kilómetros para su diminuto cuerpo y para la soledad con la que compartía habitación.

Esa noche bajó tanto la temperatura que incluso la vela decidió apagarse. Mejor extinguirse dignamente a verse arrasada por una vaga corriente de aire. Cuando dentro de aquellas cuatro paredes no quedó ni el más mínimo rastro de luz, Adriana despertó a raíz de un estruendo en el piso inferior. ¿Un gato callejero tal vez? ¿una visita inesperada de su hermano? ¿había Ofelia olvidado de nuevo las llaves de su casa? Ninguna posibilidad era creíble y ella lo sabía, al igual que sabía que tenía que bajar por las escaleras.

Se enfundó en una salida de cama, olvidó las pantuflas y lanzó su cabello hacia atrás mientras simulaba una coleta de caballo. Ella conocía el lugar exacto de cada mueble y cada estante, había memorizado todo a la perfección, incluso aquellos centímetros de más que tenía un escalón del graderío. A medida que la lluvia empezaba a dar tregua los ruidos se sentían más cercanos. Cada paso en aquella vetusta casa podía escucharse, las tablas difícilmente serían cómplices de sorpresas o ladrones.

El esposo de Adriana había llegado de su misión en Liberia, los ruidos ya tenían autor. Adriana se abalanzó hacia sus brazos, llevaban meses a través de llamadas breves con burocracia internacional. No podía creerlo, después de tanto tiempo y de sacrificios sobrehumanos él estaba de vuelta en casa. Dejaron que el silencio y las caricias hicieran su parte, pusieron la cantina para probar aquel té exótico africano que él le había comprado un poco antes de abandonar el continente. Se embriagaron de besos y se quedaron dormidos, con sus cuerpos perfectamente encajados. Misterios de la física que son solo producto de años de complicidad. 

Cuando amaneció y el sol tímidamente intentaba restarle espacio al frío que había azotado la ciudad, Ofelia llegó con el pan recién horneado. Pensaba que Adriana debía estar un poco resfriada o no pudo dormir producto de la noche fría, así que el pan seguro le haría mejorar el ánimo. Al llegar a la casa, para su sorpresa, el periódico seguía a la entrada de la casa y las cortinas que daban a la calle continuaban cerradas.

Bastaba dar un paso en aquella casa para entenderlo todo, el cuerpo de Adriana yacía en el piso víctima de algún cóctel de fármacos. Fue enterrada donde estaban los restos –o lo que se creía eran restos– de su esposo. Él nunca volvió de su misión, tan solo regresó una vez entre sueños para vivir las siguientes vidas con Adriana, las vidas que ella creía todavía le quedaban, ¿tres , cierto?
 

Tres

Papá

Crecí marcada por ser la hija de él, por tener sus ojos, su sonrisa y hasta sus gestos. Crecí con una mamá que clamaba justicia a un Cristo ensangrentado en un altar, una justicia que claramente jamás llegó. Crecí con entrevistas cada vez que se conmemoraba el aniversario de su desaparición, crecí con respuestas vacías que a veces ya no quería repetir. Crecí atada a un pasado que no escogí y comprometida con una lucha que ansiaba abandonar desde que la conocí.

A veces puedo entender a todos los que me juzgaron por no llevar en el pecho la fotografía de mi padre. Pero sabía que las cosas no cambiarían, los responsables no serían juzgados, el tiempo no podría regresar. Vi a mi madre desgarrarse frente a funcionarios por respuestas, la vi viajar horas y horas hasta la capital, la vi regresar derrotada con las úlceras abiertas y las lágrimas agotadas.

Un poco antes de la desaparición de mi papá, el gobernador invitaba cordialmente a todos los ciudadanos bajo su jurisdicción para que se protejan y se cuiden como puedan. Porque nadie estaba a salvo, porque no eran tiempos para confiarse ni del vecino. En otras palabras, o para quien quería hilar fino, el mensaje era claro: tanto el gobernador como el resto de autoridades eran solamente títeres democráticos.

 

El verdadero gobernador, el que usaba la ley como mejor le convenía, el que decidía quién se quedaba y quién no era en realidad un capo. Donde yo vivo, las historias de esos personajes ya no asustan; han estado ahí tanto tiempo que se han transformado en una materia más de las escuelas. Nuestra cotidianeidad ya no puede entenderse sin esos actores.

Ahora mi mamá recuerda tan poco y yo juego con sus memorias. Es una niña entre mis brazos, los papeles se han invertido. Algunas veces pregunta por mis abuelos y mis tíos, otras veces pregunta por mi papá. Le cuento que está bien, que está dando clases en una escuela rural, que todos sus alumnos lo quieren y que pronto estará de vuelta en casa. Mi mamá sonríe. Dice unas cuantas cosas más que no logro entender y finalmente se queda dormida.

Prefiero eso, prefiero que duerma creyendo que al despertar él estará a su lado. Mañana cuando abra los ojos ella no recordará nada. ¿Y mi papá? Mi papá seguirá en aquella fotografía desgastada con la leyenda ‘vivos se los llevaron, vivos los queremos’. Cuando creces sin creer en la justicia, te embarga un sentimiento de pesimismo que difícilmente logras quitarte en el camino. Nunca tendríamos respuestas, lo supe desde las primeras preguntas. 

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